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domingo, 26 de diciembre de 2010

Capítulo 9.



Aquella mañana de lunes se me hizo interminable. Esperaba impaciente noticias de mi madre ante la petición de día anterior. Mis amigas contaban entusiasmadas anécdotas de la fiesta, mientras yo pasaba las horas muertas, observando la lentitud con la que pasaba el tiempo. Se dieron cuenta de mi estado de ánimo y dejaron de hablar de aquel tema, pensando que el motivo de mi tristeza era Adrián. Se equivocaban. No había hablado con el desde que se marchó, ni tampoco había pensado demasiado en ello.
 -¿No sabes nada de Adrián? –preguntó Jimena pretendiendo hacerme creer que no le daba importancia al asunto. En realidad todas estaban deseando conocer la respuesta, pero no querían herir mis sentimientos haciendo que lo recordase otra vez.
-No, todavía no hable con él, ni siquiera pensé en ello.
Me dieron su sonrisa de aprobación aunque en realidad eso no era lo que querían oír. Seguramente no me habían creído, pero no importaba.
Ansiaba el momento de que tocase el timbre para poder salir corriendo de tal forma que acabe haciendo una cuenta atrás en el último minuto.
Al llegar a casa fui directamente a ver a mi madre. No le sorprendió, pero evitó descaradamente el tema de las clases de baile.
-¡Mamá, suéltalo ya!
Mi impaciencia podía conmigo. Ella no sabía disimular su entusiasmo por hacerme esperar.
-Hoy he visto tu habitación algo desordenada, ya sabes lo que tienes que hacer ¿no?
-Perfecto, suéltalo.
-También voy a subir algunas cosas al ático, por en cajas lo que te estorbe, o mejor, lo subirás tú.
-Perfecto, suéltalo –repetí.
-Está bien. Si que te ayudará, como ya supondrías. No se a que viene tanto nerviosismo, sabías a la perfección la respuesta. También pregunté en el conservatorio, te harán la audición en menos de un mes, así que si es de verdad lo que quieres ponte las pilas.
-¡Muchísimas gracias!
En realidad no me esperaba tanto la respuesta como ella creía, pero aún así me llenaba de alegría la noticia. A pesar de todo me entristecí al comprobar que nada de lo que había dicho mi madre era mentira, ya sabía lo que me esperaba durante toda la tarde: limpiar.
Bajé una bolsa del armario llena de libros, archivadores y cartas de años pasados. Allí lo único que podían hacer era ocupar espacio. Me senté en el suelo para revisar que no encerraría en cuatro paredes de cartón cosas que me pudiesen ser útiles, y a la misma vez recordar viejos tiempos. Había innumerables libros desde primero de primaria, libretas, carpetas, archivadores llenos de apuntes de años más cercanos y montones de cartas. A estas fueron a las que más tiempo dediqué.  Las había de todo tipo. Algunas de ellas me hicieron bastante gracia, como las de cuando era pequeña y me escribía con amigas de campamentos de verano, otras me entristecieron como las que le escribía a mi mejor amiga del colegio cuando se fue a vivir a Tenerife. Todas ellas llenas de faltas de ortografía, palabras inventadas y multitud de fallos más, escritas con una enorme letra redondeada. Así me pasé horas y horas tumbada en el suelo, o en la cama en algunas ocasiones, leyendo, riéndome, recordando momentos de felicidad y tristeza y volviendo a tiempos pasados. Comprobé que a medida que pasaban los años había menos cartas. Claro, fueron apareciendo el Messenger, el móvil y todas las tecnologías que atontan a la juventud. Tiré a un lado las cartas ya leídas para seguir con el resto. Cogí una al azar, y al mirarla sentí una punzada en el estómago, una puñalada por la espalda. Mi mano me había traicionado de la peor forma posible. Me empezaron a temblar las piernas mientras se me encharcaban los ojos. Las lágrimas caían sin cesar dejando a mis pies un lago de tristeza. Hacía mucho tiempo que había querido olvidar esa carta, esa parte de mi vida, o más bien esconderla en un rincón de  mi mente. Abrí el sobre con dificultad. Multitud de emociones se abalanzaron por mi cuerpo en un mismo momento. La carta no estaba datada, ni tampoco estaba firmada, pero era fácil saber de quien era para cualquier persona que conociese en parte mi vida. Siempre había tratado de esconderla y hasta el momento había surtido efecto, nadie la había leído nunca.
Empecé a leer en cuanto mis ojos me lo permitieron.

Querida Nora:

Supongo que tu abuela habrá sido la que te haya dado esta carta, y si la tienes es porque ha pasado lo inevitable. Puede que estés enfadada con nosotros, se que te deberíamos haber dicho que estaba enfermo, y que pronto me iba a marchar. ¿Ley de vida, no? Pero hay veces que es mejor mentir, y vivir tranquilo que no decir toda la verdad y vivir triste. Y eso último es lo que no quiero que pase. No quiero que te pongas triste porque en la vida hay muchas cosas buenas, y se que te vas a rodear de gente que te llene de alegrías. Recuerdo que hace unos meses me preguntaste cual iba a ser tu regalo de cumpleaños, a lo que yo respondí no muy convencido: el mejor regalo del mundo, algo que permanecerá contigo para siempre. Más tarde me arrepentí, ¿y si el regalo no estaba a la altura? Ahora, tras todo ese tiempo transcurrido ya se cual será tu regalo. No es un regalo pequeño, ni tampoco nada grande. No he corrido a ninguna tienda a comprarlo antes de que se agotase, y no me he gastado dinero en el. Sin embargo no es tampoco un regalo que permanecerá olvidado en el fondo de un armario. No te tendrás que comprometer a decir que te gusta, ni llevarlo en ocasiones especiales dando a entender que ese fue el regalo adecuado. No lo envolveré en papel de regalo y no llevará un lazo adornándolo. No es un regalo que te pueda dar cualquier persona. No es un regalo ni dulce ni amargo, ni bonito ni feo. No, no es nada de eso. Lo que te quiero regalar no es nada material. Te quiero regalar mi fortaleza, mi valentía. Quiero que lo agarres fuertemente y no lo sueltes nunca, quiero que no llores tras mi muerte, si no que lo utilices para dar un paso adelante. Quiero que cada vez que te pase algo malo te acuerdes de esta carta, que te acuerdes de mi regalo. Quiero que le des miles de motivos a la vida para sonreír, y que nunca decaigas en los intentos. Quiero que cuando la vida te de una patada cierres los ojos y recuerdes que siempre estaré ahí para protegerte. Te quiero a ti, hija. No te puedo dar más, eso es todo lo que tengo, lo más valioso. Feliz cumpleaños, Nora. Estaré año tras año contigo, felicitándote desde tu interior, viendo cada movimiento tuyo y ayudándote a tomar decisiones, haciendo que escuches tan solo a tu corazón.
Siempre a tu lado:
Papá.

Otra lágrima recorrió mi cara. No se lo podía haber dicho a mi padre, pero ese era el mejor regalo que me había hecho nadie nunca. Me acordaba cada día de él, y le echaba de menos, mucho. “Quiero que cada vez que te pase algo malo te acuerdes de esta carta” Le había fallado. Empecé a recordar todos los malos momentos de mi vida, desde su muerte hasta días anteriores, cuando se marchó Adrián. No me había acordado de la carta, y muchas de las veces me había puesto triste, había llorado. No había utilizado su regalo, lo había despreciado y olvidado dentro de un armario. Había hecho todo lo que el no quería que hiciese.
Me arme de valor y me levanté. Me temblaban las piernas, pero a pesar de eso conseguí ponerme en pie. Guarde la carta en un cajón de mi mesilla. Nunca más sería olvidada. Le iba a hacer caso, iba a ser fuerte, me sequé las lágrimas y seguí recogiendo. Todo el resto de cartas fueron repartidas en cajas, no leí ninguna más. Tras acabar me fui a lavar la cara para que no quedasen marcas de tristeza. Nunca nadie sabría que había llorado. Pero hay veces que el significado de nunca es muy relativo.

En ese mismo momento en otro lugar de la ciudad.

-Me voy a duchar e irme ya, que tengo que ir a cenar con mi familia hoy.
-Vale. Alex, prepara el sonido que lo necesitamos ya.
-Ya ya, en una emana está terminado.
Tras ducharse cogió su mochila en la taquilla y leyó una nota que había en ella. “Las llaves están en clase, ciérrala.” El hizo caso omiso, y después de cerrarla salió del conservatorio. Tenía que ponerse ya con los sonidos finales de la coreografía de sus amigos, los cuales pensaban que estaba ya casi acabado su trabajo, pero ni tan siquiera estaba empezado, no podía fallarles.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Capítulo 8.






“No, no, no, no. No me puede estar pasando esto a mí. Otra vez la misma historia de siempre. Un ser querido fallece, alguien muy importante para mi desaparece de una forma que los médicos denominan natural, pero que para mi no era natural, para mi era un castigo que se había planteado la humanidad imponerme cada cierto tiempo. Cada vez que mi vida conseguía ser estable una enfermedad, el tiempo o cualquier otro fenómeno natural o humano había decidido intrometerse en mi camino, eliminando las leyes de la justicia y ejerciendo las máximas trampas sobre mi vida. ¡No te vayas Cristina! Tú no, tú no, tú no.” Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me desperté con sudor frío sobre la frente. Un sueño, solo había sido un sueño. O más bien una pesadilla.
-Tú no- repetí en un susurro con intención de que nadie me escuchase.
Me aclaré los ojos para conseguir ver con nitidez el reloj que colgaba de la pared. Las tres y media de la madrugada. Tenía la garganta seca así que decidí ir a tomar un vaso de leche. Había una nota en la nevera, pero no me paré a leerla. Probablemente lo habría escrito mi madre para que lo leyésemos por la mañana. Estaba muy cansada así que volví a la cama sin más preámbulos.
“No me dejes tú también, Cristina no te vayas. Tú no.”
Otra vez lo mismo, la misma pesadilla con el mismo final, el mismo escalofrío, el mismo sudor en la frente, el mismo grito de desesperación: Tú no.
Me levanté exhaustada. Esta vez eran las siete de la mañana. Me senté en la cama aclarándome los ojos de nuevo, al igual que la anterior vez. ¿Qué quería decir esa pesadilla? Lo pasé por alto, otra vez. Me solía levantar a las siete y media, por lo tanto decidí no acostarme otra vez. Probablemente si lo hacía no me conseguiría despertar de nuevo, puesto que habría caído en un sueño mucho más profundo que los anteriores. Me vestí con suma tranquilidad, el tiempo no iba a ser un problema esa mañana.  Me acerqué al frigorífico, y esta vez sí, leí la nota.
“Nora: estamos en el hospital con Cristina. No te hemos llamado porque no es nada grave. No te preocupes y ve a clase, a la salida te recogeremos. Un beso, Dani.”
¿Qué no me preocupe? ¿Cómo que no me preocupe? Corrí hacia la habitación de mi hermana para cerciorarme de que eso no era una broma pesada de mi hermano.
En efecto, no estaba allí. Su cama estaba vacía y perfectamente echa, con las sábanas lisas esperando la llegada de mi hermana la cual se había ausentado esa noche, y esperaba que no fuesen más. En la nota ponía que no era grave, de lo contrario si que me habrían llamado. De todas formas no pensaba ir a clase, no estando mi hermana en el hospital.
Salí de casa lo más rápido posible cogiendo lo esencial. En apenas quince minutos llegué allí. Con el mismo mecanismo del día anterior pregunté por mi hermana. La dependienta me miró con una cara que no supe identificar del todo. Probablemente me recordaría. A decir verdad no era de extrañar, pasaba media vida entre esas paredes. Recordar eso me entristeció. Mi padre, mi abuela, y ahora mi hermana.
Entré corriendo a la habitación. Allí estaba, tan sonriente como siempre. Me tranquilicé del todo y busque a mi madre, pero no obtuve el resultado que esperaba, no estaba.
-¿Y mamá, renacuajilla? –pregunté acariciándole la frente.
­-Se fue fuera con unos señores, querían hablar  solas.
¿Hablar a solas? Eso no podía ser nada bueno. Entro mi hermano y me contó lo que había pasado. Como imaginé la noche anterior fueron al mercado puesto que era el último día que estaba en nuestra ciudad. Más tarde fueron a cenar. Cuando acabaron regresaron andando, y a mitad de camino mi hermana se desmayó, sin más.
Mi madre estaba hablando con los médicos, los cuales le estaban diciendo los resultados de mi hermana.
Estaba hablando con mi hermano cuando oí el grito eufórico de mi hermana:
-¡Mamá!
No había problema. Todos los resultados estaban perfectos según nos contó, sana como una manzana. El desmayo según habían dicho, podía haber sido ocasionado por una bajada de la presión sanguínea o a causa de una alergia, de lo cual tenían que hacerle pruebas. De todas formas esa no era su tesis inicial. Al parecer a esas edades eran bastante frecuentes los desmayos por un fuerte sentimiento de tristeza, o por lo contrario, alegría, o en último caso claustrofobia. No lo veía probable, sobre todo lo último, pero nada se podía descartar. Lo importante era que estaba bien. Mi madre se quedó en la habitación con mi hermana y nos dio dinero a mi y a mi hermano para que comiésemos algo el la cafetería.
Me moría de hambre, no había desayunado nada. Pedí dos menús del día, uno para mi y otro para Dani. Él no comió casi nada, estaba bastante desganado.
-Lo he pasado mal de verdad, ayer cuando se desmayó, se me cayó el mundo encima.
-Deberías haberme despertado cuando pasaste por casa.
-Te habrías preocupado demasiado, y al final no fue nada. Lo importante es que está bien. Voy al baño, ahora mismo vuelvo. Intenta que cuando vuelva quede aún algo en mi plato, ¿vale?
Me reí. Mi hermano cuando se lo proponía era un encanto, siempre preocupándose por su familia y amigos. Pero la pena era que se lo proponía pocas veces, por desgracia para el resto de la humanidad. Me centré en mi comida, la cual se convirtió en mi mayor amiga en ese momento. Alguien se sentó  en la silla de en frente. Sería mi hermano.
-¿Te has aficionado a esta cafetería?
Me equivocaba, era Alex. Se me había olvidado por completo que era hoy cuando le daban el alta a su hermana.
-La verdad es que preferiría no estar aquí. Ayer por tu hermana, hoy por la mía.
Le conté todo lo pasado, era lo menos que podía hacer después de lo hospitalario que fue conmigo el día anterior, y con la confianza que me lo contó todo sin conocerme apenas de nada. Justo cuando acabé de narrarle mi historia, o la de mi hermana, llegó mi hermano sentenciando nuestra conversación, poniéndole el punto final.
Alex se fue, hoy ya se iban de este terrible lugar. Yo esperaba hacerlo pronto. Estaba harta de pasarme allí las horas muertas, unas veces haciendo crucigramas y otras tan solo mirando por la ventana la gente pasar. El cielo se estaba nublando y las calles empobreciéndose de vida, convirtiéndose cada vez más grises. Siempre pensé que los sentimientos de las personas iban acorde con el tiempo que hacía. Cuando era invierno la gente estaba más triste y apagada, al igual que el cielo, gris. En verano sin embargo, siempre podías ver multitud de sonrisas por la calle. Lo añoraba. Todos los días en la playa, en la piscina, de compras o simplemente tomando una cerveza con mis amigos, con Adrián. Casi se me había olvidado por completo, casi.
Por fin le dieron el alta a mi hermana. Todo estaba en orden, perfecto. Tenía ganas de salir de ese lugar, se había convertido en mi segunda casa, y yo lo detestaba. Detestaba ese olor a puré, a enfermedad, las pareces llenas de carteles con información sobre virus y protecciones ante enfermedades, detestaba ver tantas caras tristes acumuladas en una misma habitación, gente saliendo a los pasillos apresurada por llamar a un médico y estos suspirando profundamente y escogiendo las mejores palabras para contar las peores noticias a familiares esperanzados y detestaba estar allí siempre por seres queridos. En pocas palabras: tristeza, sueños rotos.
Se me olvido pedir un justificante médico conforme había estado allí como acompañante, supongo que tendría que inventarme alguna excusa creíble.
Pensé en Alex, ¿le volvería a ver? Ahora él no tenía ningún objeto mío, ni yo excusas para volver a verle. “Podré soportarlo” pensé para mis adentros.
-Mamá, he pensado en volver al conservatorio de bellas artes, y apuntarme a danza. Pero claro, con tu consentimiento.
-Claro que sí. Necesitas distraerte un poco, y no pensar solo en los estudios. Los libros acabarán por comerte la cabeza.
-A las madres os encanta tener hijos estudiosos, no te quejes.
Ella se rió y no dijo nada más, así que volví a sacar el tema.
-En realidad, no solo quería decirte eso, necesito tu ayuda. Ya ha empezado el curso en el conservatorio, y no vale solo con pagar la matrícula, tendría que hacer una audición y esperar a que me cogiesen. Hay pocas plazas y si no lo hago bien tendré que esperar al próximo año.
-¿Y yo en que te puedo ayudar?
-¿No tenías una amiga que era profesora de baile? Quizás podría hacerme un hueco en sus clases, y ayudarme para la audición.
Puse cara de cordero degollado, nunca me negaba nada cuando lo hacía.
-Esta bien  -perfecto –se lo pediré.
-Gracias mamá.
Le di un beso y me fui a la cama. Sabía que haría lo que pudiese, si no tendría que apuntarme a alguna clase, pero era difícil teniendo en cuenta la altura del año a la que estábamos.
Estaba satisfecha, tenía cada vez más ganas de poder entrar en el conservatorio, a pesar de que eran muchas horas las que iba a pasar allí. Sin querer resultar hipócrita y con la máxima modestia posible podría decir que el baile se me daba bastante bien, y puede que no me costase demasiado entrar en el curso.
El viento azotó los árboles, la lluvia acarició los tejados y el sol se escondió definitivamente por el horizonte. Era hora de dejar que los sueños se apoderasen de mi noche y de que el destino tomase su curso normal de vida. ¿Quién sabe lo que me podría deparar el futuro? Puede que el baile cambiase mi vida dándole un giro de trescientos sesenta grados.